La chica de lentes y polo blanco recorría la Plaza de Armas de Lima sin entender el espectáculo que se suscitaba. Era jueves santo y ella pensaba encontrar un ambiente apacible, en donde las personas mostraran cierto arrepentimiento y una actitud de reflexión. La plaza estaba inundada de gente que antes de querer entrar en la Catedral esperaba, sentada o caminando de un lado a otro, el paso del tiempo como si de un entretenimiento se tratara.
La fuente de agua ubicada en el centro de la plaza aparentaba ser un elemento estético perfecto para tomarse una foto. El correteo de los niños se veía motivado por los innumerables objetos de entretenimiento, como globos y pelotas, y también, algodones de azúcar. Las parejas aprovechaban este espacio para demostrar su afecto, mientras los vendedores de rosas los seguían hasta lograr su cometido. Muchas familias optaban por permanecer en la zona, y buscaban cualquier lugar que les pareciera un asiento improvisado ante la total ocupación de las bancas existentes en la plaza.
La joven, catequista en una iglesia cerca de su casa, miraba con asombro las actividades de los presentes que contradecían la tradición de estas fechas. La práctica del ayuno, decisión personal que debía prevalecer en semana santa, comenzaba a perder el partido ante la venta y consumo de alimentos que crecía mientras los minutos avanzaban. La llegada de más personas desde jirón de la Unión, la alameda Chabuca Granda, jirón Huallaga y jirón Junín, sólo auguraba un próspero día para los vendedores.
Pero ella, que irónicamente asistió ese día a la plaza sólo como espectadora y no como una católica dispuesta a proseguir con la costumbre de recorrer las iglesias, sabía que esto no era nuevo. Al dirigirse hacia la Catedral, cruzando la pista que rodea toda la plaza, y que presentaba un tráfico de autos por culpa de muchas personas que tomaban la misma decisión, se topó con las escaleras invadidas de gente que buscaba descansar y apreciar el accidentado paisaje. La fila que se armaba en la puerta para ingresar a la iglesia copaba gran parte de las inmediaciones; la puerta seleccionada para la salida presentaba similares características. El día parecía interminable.
Los rayos del sol iban bajando su intensidad, el ambiente se tornaba más frío, y a pocos minutos para las seis de la tarde, un artista llamaba la atención por su trabajo. La calle Santa Rosa, exactamente al frente de la Catedral, descubría a un hombre dibujando en el piso empedrado la imagen de la virgen María y el niño Jesús en sus brazos. Sus únicas herramientas eran tizas de distintos colores, en donde el rosado, para la piel de ambos personajes, y el amarillo, para el vestido de la madre, prevalecían notoriamente.
Las luces de los postes se encendieron, el reloj marcaba las seis. Sentada en la vereda, a los alrededores de la Municipalidad de Lima, y apartada del movimiento en la plaza, se dio por vencida. “Ya estoy bastante cansada de caminar y mirar a tanta gente porque me incomoda. Vámonos.” Sus palabras fueron una orden de acuerdo inmediato. “Los jueves santo no se viven así; los viernes, generalmente, sí.”, exclamaba mientras, caminando por jirón de la Unión, sus pasos se iban perdiendo entre la multitud de personas que seguían llegando a la Plaza Mayor.
La fuente de agua ubicada en el centro de la plaza aparentaba ser un elemento estético perfecto para tomarse una foto. El correteo de los niños se veía motivado por los innumerables objetos de entretenimiento, como globos y pelotas, y también, algodones de azúcar. Las parejas aprovechaban este espacio para demostrar su afecto, mientras los vendedores de rosas los seguían hasta lograr su cometido. Muchas familias optaban por permanecer en la zona, y buscaban cualquier lugar que les pareciera un asiento improvisado ante la total ocupación de las bancas existentes en la plaza.
La joven, catequista en una iglesia cerca de su casa, miraba con asombro las actividades de los presentes que contradecían la tradición de estas fechas. La práctica del ayuno, decisión personal que debía prevalecer en semana santa, comenzaba a perder el partido ante la venta y consumo de alimentos que crecía mientras los minutos avanzaban. La llegada de más personas desde jirón de la Unión, la alameda Chabuca Granda, jirón Huallaga y jirón Junín, sólo auguraba un próspero día para los vendedores.
Pero ella, que irónicamente asistió ese día a la plaza sólo como espectadora y no como una católica dispuesta a proseguir con la costumbre de recorrer las iglesias, sabía que esto no era nuevo. Al dirigirse hacia la Catedral, cruzando la pista que rodea toda la plaza, y que presentaba un tráfico de autos por culpa de muchas personas que tomaban la misma decisión, se topó con las escaleras invadidas de gente que buscaba descansar y apreciar el accidentado paisaje. La fila que se armaba en la puerta para ingresar a la iglesia copaba gran parte de las inmediaciones; la puerta seleccionada para la salida presentaba similares características. El día parecía interminable.
Los rayos del sol iban bajando su intensidad, el ambiente se tornaba más frío, y a pocos minutos para las seis de la tarde, un artista llamaba la atención por su trabajo. La calle Santa Rosa, exactamente al frente de la Catedral, descubría a un hombre dibujando en el piso empedrado la imagen de la virgen María y el niño Jesús en sus brazos. Sus únicas herramientas eran tizas de distintos colores, en donde el rosado, para la piel de ambos personajes, y el amarillo, para el vestido de la madre, prevalecían notoriamente.
Las luces de los postes se encendieron, el reloj marcaba las seis. Sentada en la vereda, a los alrededores de la Municipalidad de Lima, y apartada del movimiento en la plaza, se dio por vencida. “Ya estoy bastante cansada de caminar y mirar a tanta gente porque me incomoda. Vámonos.” Sus palabras fueron una orden de acuerdo inmediato. “Los jueves santo no se viven así; los viernes, generalmente, sí.”, exclamaba mientras, caminando por jirón de la Unión, sus pasos se iban perdiendo entre la multitud de personas que seguían llegando a la Plaza Mayor.
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